Su
nombre era María y si su apellido hubiese sido Von Trapp, a nadie le
hubiese sorprendido. Pero se apellidaba Gracia y fue profesora de Ciencias Naturales en la EGB de los años ochenta.
Bajo
sus protectoras alas piaron aquellos polluelos a los que ella llamaba cariñosamente “los hijos del ultimo sol del ayer”, debido a los
bruscos cambios tecnológicos y medioambientales que sucedieron en
los años posteriores.
Con ella sus alumnos aprendieron a caminar
sobre tupidos musgos primaverales, entre caducifolios y
constelaciones, forjando sus almas en el fuego de la rectitud y
templándola en el suave aceite de su mirada.
Pero todo ello ocurrió hacía ya mucho tiempo. Tanto, que a veces ni tan siquiera podía recordarlo...
Pero todo ello ocurrió hacía ya mucho tiempo. Tanto, que a veces ni tan siquiera podía recordarlo...
A
María siempre le pareció aquella una casa fría. Pero jamás pensó que la sentiría tan gélida como ahora.
Permanecía
sentada junto a la ventana contemplando como la lluvia caía sobre la
ciudad. El hipnótico tamborileo de las gotas sobre el pretil la
sumía en un estado de meditación, solo interrumpido por el
sobresalto que le provocaba escuchar algún fuerte ruido en las
afueras.
Hacia
ya veinte años desde el día en que se jubiló y la reclusión
pandémica, obligada por un virus despiadado, la mantenía exiliada
en la isla de la soledad. Solo la visita de su querida Eva, la chica
de ayuda a domicilio, le hacía esbozar una sonrisa cuando venía por
las mañanas para asearla y hacerle la comida.
En
la pared del salón colgaban los diplomas recibidos por su magnifica
labor docente, mientras los recuerdos se agolpaban en su memoria
cuando el párkinson que padecía le daba un pequeño respiro.
María
recordaba las mañanas de invierno y el sonido de la lluvia cayendo sobre el patio acompañado por el repique de la campana que avisaba a los alumnos del comienzo de las clases. Le gustaba caminar por los pasillos, iluminada por sus ambarinas luces, mientras la embriagaba aquel aroma con olor a tiza, a goma de borrar y a lápiz
recién afilado que salía de las aulas.
Los años ochenta habían sido una buena década, «un
tiempo maravilloso», solía decir, y las personas que ahora corrían
como hormigas estresadas vistas a través del ventanal del salón, en
su día fueron niños y niñas con pantalones de pana, jersey de
cuello vuelto y carpetas forradas con las imágenes de los cantantes
de moda.
Sentada en su silla de ruedas le
gustaba acariciar suavemente los dedos de su mano derecha, en los que
podía sentir todavía la leve ondulación que el uso diario del
bolígrafo había dejado en las yemas de sus dedos medio, índice y
pulgar.
Todavía
podía recordar aquellos exámenes finales, el silencio atronador en
el aula, los nervios en los ojos de aquellos pequeños y la tos
nerviosa de Joaquín, el de la ultima fila.
Su estomago seguía encogiéndose cuando recordaba la angustia que le provocaba tener que dibujar un
suspenso en la parte superior derecha de la hoja y la satisfacción que sentía cuando aprobaban y su corazón rebosaba de orgullo por el trabajo
bien hecho.
¡Y
como disfrutaba las excursiones!. ¡Tanto, como si ella fuese una niña
más!.
Siempre recordará con una sonrisa aquellas mañanas de chándal y de mochila, cuando aparcaba su coche
y se encaminaba hacia la plaza del Cabildo desde donde salían los
autobuses y entonces escuchaba, en el albor matutino, aquel rumor
creciente con tintes de algarabía que le alegraba el alma. Luego
venían las canciones, las peticiones para que el chófer tocase la
bocina, los bocadillos envueltos en papel de plata y las praderas verdes
trufadas de flores de colores sobre las que navegaban, como galeones fantasmales, densas nubes cargadas de lágrimas etéreas.
A
veces aquellos pequeños le echaban la pelota cuando jugaban al
fútbol gritándole desde lejos: «¡Profe, chútanos una falta!».
Ella negaba con el dedo y se la devolvía sonriendo con aquella
sonrisa sincera capaz de acariciar el alma.
Sin
duda su trabajo fue su vida y su vida, su vocación. «Fuiste una
mujer afortunada», se decía a si misma. Y lo comprobaba cada vez que sus
alumnos la llamaban semanalmente, aunque
solo fuese para preguntarle como estaba.
Muchos
de ellos ejercían ahora como abogados, otros eran médicos, algún
que otro dentista y varios de ellos profesores. Y sentía que la
satisfacción de haberles aportado un granito de arena para que
construyesen su propio reloj, era el mejor pago que había podido recibir.
Ahora la vida llegaba a su fin. Así lo presentía. Y se emocionaba cada
vez que a su corazón se le permitía traspasar las fronteras de la
memoria y pasear, saludando a sus recuerdos, por el bulevar de su
vida.
Con
el pelo cano, la barbilla reposando sobre el pecho y aquella mirada
nostálgica y brumosa, sostenía el cansancio de unos ojos perdidos
en los océanos de su juventud mientras la ciudad se extendía ante
ella como un manto gris trufado de sentimientos.
Sumida
en esos pensamientos y en completa soledad, María dejaba que las
hirvientes lágrimas recorriesen su ajado rostro, rota por el dolor que le provocaba saber que sus propios
hijos se acordaban menos de ella, de lo que lo hacían sus queridos
alumnos.
El cielo la contemplaba sentada junto a la ventana, serena y nostálgica, mientras las
gotas de una lluvia que se había convertido en la incólume
compañera de sus recuerdos, descendían juguetonas por el
cristal reflejándose en unas lágrimas que arrastraban, en su
purificador camino, los pasajes de toda una vida.
Y así
llegaba la señorita María al final de su trayecto, sintiendo como
se acercaba lentamente el momento en que sonase la campana, su propia
campana, aquella que le enseñaría el camino de vuelta, hacia una
nueva aula.
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