viernes, 28 de enero de 2022

La lluvia

Su nombre era María y si su apellido hubiese sido Von Trapp, a nadie le hubiese sorprendido. Pero se apellidaba Gracia y fue profesora de Ciencias Naturales en la EGB de los años ochenta.
Bajo sus protectoras alas piaron aquellos polluelos a los que ella llamaba cariñosamente “los hijos del ultimo sol del ayer”, debido a los bruscos cambios tecnológicos y medioambientales que sucedieron en los años posteriores. 
Con ella sus alumnos aprendieron a caminar sobre tupidos musgos primaverales, entre caducifolios y constelaciones, forjando sus almas en el fuego de la rectitud y templándola en el suave aceite de su mirada.
Pero todo ello ocurrió hacía ya mucho tiempo. Tanto, que a veces ni tan siquiera podía recordarlo...

A María siempre le pareció aquella una casa fría. Pero jamás pensó que la sentiría tan gélida como ahora.
Permanecía sentada junto a la ventana contemplando como la lluvia caía sobre la ciudad. El hipnótico tamborileo de las gotas sobre el pretil la sumía en un estado de meditación, solo interrumpido por el sobresalto que le provocaba escuchar algún fuerte ruido en las afueras.
Hacia ya veinte años desde el día en que se jubiló y la reclusión pandémica, obligada por un virus despiadado, la mantenía exiliada en la isla de la soledad. Solo la visita de su querida Eva, la chica de ayuda a domicilio, le hacía esbozar una sonrisa cuando venía por las mañanas para asearla y hacerle la comida.

En la pared del salón colgaban los diplomas recibidos por su magnifica labor docente, mientras los recuerdos se agolpaban en su memoria cuando el párkinson que padecía le daba un pequeño respiro.
María recordaba las mañanas de invierno y el sonido de la lluvia cayendo sobre el patio acompañado por el repique de la campana que avisaba a los alumnos del comienzo de las clases. Le gustaba caminar por los pasillos, iluminada por sus ambarinas luces, mientras la embriagaba aquel aroma con olor a tiza, a goma de borrar y a lápiz recién afilado que salía de las aulas. 
Los años ochenta habían sido una buena década, «un tiempo maravilloso», solía decir, y las personas que ahora corrían como hormigas estresadas vistas a través del ventanal del salón, en su día fueron niños y niñas con pantalones de pana, jersey de cuello vuelto y carpetas forradas con las imágenes de los cantantes de moda. 

Sentada en su silla de ruedas le gustaba acariciar suavemente los dedos de su mano derecha, en los que podía sentir todavía la leve ondulación que el uso diario del bolígrafo había dejado en las yemas de sus dedos medio, índice y pulgar.
Todavía podía recordar aquellos exámenes finales, el silencio atronador en el aula, los nervios en los ojos de aquellos pequeños y la tos nerviosa de Joaquín, el de la ultima fila. 
Su estomago seguía encogiéndose cuando recordaba la angustia que le provocaba tener que dibujar un suspenso en la parte superior derecha de la hoja y la satisfacción que sentía cuando aprobaban y su corazón rebosaba de orgullo por el trabajo bien hecho. 
¡Y como disfrutaba las excursiones!. ¡Tanto, como si ella fuese una niña más!. 

Siempre recordará con una sonrisa aquellas mañanas de chándal y de mochila, cuando aparcaba su coche y se encaminaba hacia la plaza del Cabildo desde donde salían los autobuses y entonces escuchaba, en el albor matutino, aquel rumor creciente con tintes de algarabía que le alegraba el alma. Luego venían las canciones, las peticiones para que el chófer tocase la bocina, los bocadillos envueltos en papel de plata y las praderas verdes trufadas de flores de colores sobre las que navegaban, como galeones fantasmales, densas nubes cargadas de lágrimas etéreas.
A veces aquellos pequeños le echaban la pelota cuando jugaban al fútbol gritándole desde lejos: «¡Profe, chútanos una falta!». Ella negaba con el dedo y se la devolvía sonriendo con aquella sonrisa sincera capaz de acariciar el alma.

Sin duda su trabajo fue su vida y su vida, su vocación. «Fuiste una mujer afortunada», se decía a si misma. Y lo comprobaba cada vez que sus alumnos la llamaban semanalmente, aunque solo fuese para preguntarle como estaba.
Muchos de ellos ejercían ahora como abogados, otros eran médicos, algún que otro dentista y varios de ellos profesores. Y sentía que la satisfacción de haberles aportado un granito de arena para que construyesen su propio reloj, era el mejor pago que había podido recibir.

Ahora la vida llegaba a su fin. Así lo presentía. Y se emocionaba cada vez que a su corazón se le permitía traspasar las fronteras de la memoria y pasear, saludando a sus recuerdos, por el bulevar de su vida.
Con el pelo cano, la barbilla reposando sobre el pecho y aquella mirada nostálgica y brumosa, sostenía el cansancio de unos ojos perdidos en los océanos de su juventud mientras la ciudad se extendía ante ella como un manto gris trufado de sentimientos. 
Sumida en esos pensamientos y en completa soledad, María dejaba que las hirvientes lágrimas recorriesen su ajado rostro, rota por el dolor que le provocaba saber que sus propios hijos se acordaban menos de ella, de lo que lo hacían sus queridos alumnos. 

El cielo la contemplaba sentada junto a la ventana, serena y nostálgica, mientras las gotas de una lluvia que se había convertido en la incólume compañera de sus recuerdos, descendían juguetonas por el cristal reflejándose en unas lágrimas que arrastraban, en su purificador camino, los pasajes de toda una vida.
Y así llegaba la señorita María al final de su trayecto, sintiendo como se acercaba lentamente el momento en que sonase la campana, su propia campana, aquella que le enseñaría el camino de vuelta, hacia una nueva aula.


No hay comentarios: