viernes, 28 de enero de 2022

El hermano Cirilo

Aún le recuerdo aquella mañana cuando entró en clase abriendo con violencia la puerta de 1º de Administrativo, completamente alterado y a la vez lleno de entusiasmo. Venía de su despacho y había estado corrigiendo las redacciones que nos había mandado hacer. 
Su tez rojiza, sus ojos desorbitados y unas gafas que resbalaban peligrosamente por el caballete de su nariz, nos dibujaban la prototípica figura de un genio.

    –¿Quién ha escrito esto? –Vociferó mirándonos uno por uno mientras sostenía en su mano una hoja de papel.

Si alguien hubiese contemplado la escena, pensaría que algún insulto o alguna grave ofensa latía con sangre de tinta sobre aquella hoja cuadriculada. Pero no era nada de eso. Llevaba en la mano mi humilde redacción y según él, había descubierto a un escritor.

Los vetustos pasillos de mármol veteado siguen guardando hoy el recuerdo de los pasos dados por aquel pequeño y vivaracho hombre que siempre parecía ir con prisa, dedicando sonrisas y saludos a través de las puertas acristaladas de las aulas. 
Las clases se silenciaban cuando el timbre sonaba y “tocaba” Historia y Literatura. Entonces ya sabíamos que durante al menos una hora nos sumergiríamos de lleno en algún periplo de la existencia de este mundo y lo viviríamos de primera mano debido a la irrefrenable energía de un profesor con letras mayúsculas.

Recuerdo en los crudos inviernos, cuando aún se iba al instituto en turnos de mañana y tarde, aquellas frías sobremesas en las que el viento azotaba con fiereza los cristales de las ventanas y las gotas de lluvia caían parsimoniosas como si, por unos segundos, quisieran también formar parte de aquel aula. 
Dentro, las luces fluorescentes con su tímido titilar, los pupitres desgastados y llenos de garabatos, el olor a tiza y las sillas colocadas en semicírculo conformaban un pequeño hábitat donde reinaba el microclima de la historia para que, bajo su hipnótico influjo, pudiésemos investigar, disfrutar y compartir entre nosotros la historia de un mundo que nos hablaba.

Cuando él llegaba no podíamos por menos que sonreír viendo aquella pequeña figura de no mas de metro sesenta, con aire afable, pelo cano y sonrisa picara. 
Durante unos segundos siempre realizaba el mismo ritual. Primero colocaba cuidadosamente su cartera sobre la silla, luego sacaba las llaves de sus pantalones y las dejaba encima de la mesa. Con un rápido vistazo observaba la pizarra, por si tenía algo que borrar y luego permanecía unos segundos mirándonos a todos y cada uno de nosotros hasta que la clase prorrumpía en una sonora carcajada que para el, era el equivalente a la salida del gas de una olla a presión.
Entonces y solo entonces empezaba a hablar, sabiendo que en aquellas risas se habían descargado las tensiones de la asignatura anterior, así como las inherentes a la edad de la adolescencia. 

Todos le escuchábamos embelesados y sentíamos como en su voz cabalgaban las historias de aquellos antiguos caballeros de abolengo señorial, las hazañas y reflexiones de melancólicos reyes, las desgarradoras historias de princesas destronadas o el denso fango de las trincheras en los viejos campos de batallas donde todavía seguían creciendo las amapolas. Porque con el hermano Cirilo no estudiábamos historia. ¡Vivíamos la historia!.
Con él éramos un grupo de poetas, de historiadores, de profesores, de narradores de cuentos y de cualquier cosa que quisiéramos ser. Con él las posibilidades se convertían en infinitas y cuando nos hablaba de aquellas batallas y conquistas, lo hacía como quien hablaba de sus antepasados mas recientes.

El tiempo pasó y aquellos niños que fuimos nos convertimos en adultos. Unos adultos que a veces nos reunimos para jugar un partido de baloncesto, tal y como hacíamos en aquellos dorados años de nuestra infancia.
Siempre que acaba el partido, en algún momento de la conversación volvemos a hablar del Hermano Cirilo y lo hacemos con tal cariño que seguro que desde allá donde nos este viendo, desde aquellos otros mundos desconocidos donde tal vez siga desplegando su sabiduría y su buen hacer, se sentirá orgulloso de esos hombres que en esta tierra le siguen rindiendo honores como merece ese gran profesor que les ayudó, entre paredes impregnadas de emociones, no solo a ser mejores alumnos, sino también a ser mejores personas.

La lluvia

Su nombre era María y si su apellido hubiese sido Von Trapp, a nadie le hubiese sorprendido. Pero se apellidaba Gracia y fue profesora de Ciencias Naturales en la EGB de los años ochenta.
Bajo sus protectoras alas piaron aquellos polluelos a los que ella llamaba cariñosamente “los hijos del ultimo sol del ayer”, debido a los bruscos cambios tecnológicos y medioambientales que sucedieron en los años posteriores. 
Con ella sus alumnos aprendieron a caminar sobre tupidos musgos primaverales, entre caducifolios y constelaciones, forjando sus almas en el fuego de la rectitud y templándola en el suave aceite de su mirada.
Pero todo ello ocurrió hacía ya mucho tiempo. Tanto, que a veces ni tan siquiera podía recordarlo...

A María siempre le pareció aquella una casa fría. Pero jamás pensó que la sentiría tan gélida como ahora.
Permanecía sentada junto a la ventana contemplando como la lluvia caía sobre la ciudad. El hipnótico tamborileo de las gotas sobre el pretil la sumía en un estado de meditación, solo interrumpido por el sobresalto que le provocaba escuchar algún fuerte ruido en las afueras.
Hacia ya veinte años desde el día en que se jubiló y la reclusión pandémica, obligada por un virus despiadado, la mantenía exiliada en la isla de la soledad. Solo la visita de su querida Eva, la chica de ayuda a domicilio, le hacía esbozar una sonrisa cuando venía por las mañanas para asearla y hacerle la comida.

En la pared del salón colgaban los diplomas recibidos por su magnifica labor docente, mientras los recuerdos se agolpaban en su memoria cuando el párkinson que padecía le daba un pequeño respiro.
María recordaba las mañanas de invierno y el sonido de la lluvia cayendo sobre el patio acompañado por el repique de la campana que avisaba a los alumnos del comienzo de las clases. Le gustaba caminar por los pasillos, iluminada por sus ambarinas luces, mientras la embriagaba aquel aroma con olor a tiza, a goma de borrar y a lápiz recién afilado que salía de las aulas. 
Los años ochenta habían sido una buena década, «un tiempo maravilloso», solía decir, y las personas que ahora corrían como hormigas estresadas vistas a través del ventanal del salón, en su día fueron niños y niñas con pantalones de pana, jersey de cuello vuelto y carpetas forradas con las imágenes de los cantantes de moda. 

Sentada en su silla de ruedas le gustaba acariciar suavemente los dedos de su mano derecha, en los que podía sentir todavía la leve ondulación que el uso diario del bolígrafo había dejado en las yemas de sus dedos medio, índice y pulgar.
Todavía podía recordar aquellos exámenes finales, el silencio atronador en el aula, los nervios en los ojos de aquellos pequeños y la tos nerviosa de Joaquín, el de la ultima fila. 
Su estomago seguía encogiéndose cuando recordaba la angustia que le provocaba tener que dibujar un suspenso en la parte superior derecha de la hoja y la satisfacción que sentía cuando aprobaban y su corazón rebosaba de orgullo por el trabajo bien hecho. 
¡Y como disfrutaba las excursiones!. ¡Tanto, como si ella fuese una niña más!. 

Siempre recordará con una sonrisa aquellas mañanas de chándal y de mochila, cuando aparcaba su coche y se encaminaba hacia la plaza del Cabildo desde donde salían los autobuses y entonces escuchaba, en el albor matutino, aquel rumor creciente con tintes de algarabía que le alegraba el alma. Luego venían las canciones, las peticiones para que el chófer tocase la bocina, los bocadillos envueltos en papel de plata y las praderas verdes trufadas de flores de colores sobre las que navegaban, como galeones fantasmales, densas nubes cargadas de lágrimas etéreas.
A veces aquellos pequeños le echaban la pelota cuando jugaban al fútbol gritándole desde lejos: «¡Profe, chútanos una falta!». Ella negaba con el dedo y se la devolvía sonriendo con aquella sonrisa sincera capaz de acariciar el alma.

Sin duda su trabajo fue su vida y su vida, su vocación. «Fuiste una mujer afortunada», se decía a si misma. Y lo comprobaba cada vez que sus alumnos la llamaban semanalmente, aunque solo fuese para preguntarle como estaba.
Muchos de ellos ejercían ahora como abogados, otros eran médicos, algún que otro dentista y varios de ellos profesores. Y sentía que la satisfacción de haberles aportado un granito de arena para que construyesen su propio reloj, era el mejor pago que había podido recibir.

Ahora la vida llegaba a su fin. Así lo presentía. Y se emocionaba cada vez que a su corazón se le permitía traspasar las fronteras de la memoria y pasear, saludando a sus recuerdos, por el bulevar de su vida.
Con el pelo cano, la barbilla reposando sobre el pecho y aquella mirada nostálgica y brumosa, sostenía el cansancio de unos ojos perdidos en los océanos de su juventud mientras la ciudad se extendía ante ella como un manto gris trufado de sentimientos. 
Sumida en esos pensamientos y en completa soledad, María dejaba que las hirvientes lágrimas recorriesen su ajado rostro, rota por el dolor que le provocaba saber que sus propios hijos se acordaban menos de ella, de lo que lo hacían sus queridos alumnos. 

El cielo la contemplaba sentada junto a la ventana, serena y nostálgica, mientras las gotas de una lluvia que se había convertido en la incólume compañera de sus recuerdos, descendían juguetonas por el cristal reflejándose en unas lágrimas que arrastraban, en su purificador camino, los pasajes de toda una vida.
Y así llegaba la señorita María al final de su trayecto, sintiendo como se acercaba lentamente el momento en que sonase la campana, su propia campana, aquella que le enseñaría el camino de vuelta, hacia una nueva aula.