Aún
le recuerdo aquella mañana cuando entró en clase abriendo con violencia la puerta de 1º de Administrativo, completamente alterado y a la vez
lleno de entusiasmo. Venía de su despacho y había estado corrigiendo
las redacciones que nos había mandado hacer.
Su tez rojiza, sus ojos desorbitados y unas gafas que resbalaban peligrosamente por el caballete de su nariz, nos dibujaban la prototípica figura de un genio.
–¿Quién ha escrito esto? –Vociferó mirándonos uno por uno mientras
sostenía en su mano una hoja de papel.
Si
alguien hubiese contemplado la escena, pensaría que algún insulto o
alguna grave ofensa latía con sangre de tinta sobre aquella hoja
cuadriculada. Pero no era nada de eso. Llevaba en la mano mi humilde
redacción y según él, había descubierto a un escritor.
Los
vetustos pasillos de mármol veteado siguen guardando hoy el recuerdo de los
pasos dados por aquel pequeño y vivaracho hombre que siempre parecía
ir con prisa, dedicando sonrisas y saludos a través de las puertas
acristaladas de las aulas.
Las
clases se silenciaban cuando el timbre sonaba y “tocaba” Historia
y Literatura. Entonces ya sabíamos que durante al menos una hora nos
sumergiríamos de lleno en algún periplo de la existencia de este
mundo y lo viviríamos de primera mano debido a la irrefrenable
energía de un profesor con letras mayúsculas.
Recuerdo
en los crudos inviernos, cuando aún se iba al instituto en turnos de
mañana y tarde, aquellas frías sobremesas en las que el viento
azotaba con fiereza los cristales de las ventanas y las gotas de
lluvia caían parsimoniosas como si, por unos segundos, quisieran
también formar parte de aquel aula.
Dentro, las luces fluorescentes con su tímido titilar, los pupitres desgastados y llenos de garabatos, el olor a tiza y las sillas colocadas en semicírculo conformaban un pequeño hábitat donde reinaba el microclima de la historia para que, bajo su hipnótico influjo, pudiésemos investigar, disfrutar y compartir entre nosotros la historia de un mundo que nos hablaba.
Dentro, las luces fluorescentes con su tímido titilar, los pupitres desgastados y llenos de garabatos, el olor a tiza y las sillas colocadas en semicírculo conformaban un pequeño hábitat donde reinaba el microclima de la historia para que, bajo su hipnótico influjo, pudiésemos investigar, disfrutar y compartir entre nosotros la historia de un mundo que nos hablaba.
Cuando
él llegaba no podíamos por menos que sonreír viendo aquella
pequeña figura de no mas de metro sesenta, con aire afable, pelo
cano y sonrisa picara.
Durante
unos segundos siempre realizaba el mismo ritual. Primero colocaba
cuidadosamente su cartera sobre la silla, luego sacaba las llaves de
sus pantalones y las dejaba encima de la mesa. Con un rápido vistazo
observaba la pizarra, por si tenía algo que borrar y luego permanecía
unos segundos mirándonos a todos y cada uno de nosotros hasta que la
clase prorrumpía en una sonora carcajada que para el, era el
equivalente a la salida del gas de una olla a presión.
Entonces
y solo entonces empezaba a hablar, sabiendo que en aquellas risas se
habían descargado las tensiones de la asignatura anterior, así como
las inherentes a la edad de la adolescencia.
Todos le
escuchábamos embelesados y sentíamos como en su voz cabalgaban las
historias de aquellos antiguos caballeros de abolengo señorial, las hazañas
y reflexiones de melancólicos reyes, las desgarradoras historias de
princesas destronadas o el denso fango de las trincheras en los
viejos campos de batallas donde todavía seguían creciendo las
amapolas. Porque
con el hermano Cirilo no estudiábamos historia. ¡Vivíamos la
historia!.
Con
él éramos un grupo de poetas, de historiadores, de profesores, de
narradores de cuentos y de cualquier cosa que quisiéramos ser. Con él las posibilidades se convertían en infinitas y cuando nos hablaba
de aquellas batallas y conquistas, lo hacía como quien hablaba de sus
antepasados mas recientes.
El
tiempo pasó y aquellos niños que fuimos nos convertimos en adultos.
Unos adultos que a veces nos reunimos para jugar un partido de
baloncesto, tal y como hacíamos en aquellos dorados años de nuestra
infancia.
Siempre que acaba el partido, en algún momento de la conversación volvemos a hablar del Hermano Cirilo y lo hacemos con tal cariño que seguro que desde allá donde nos este viendo, desde aquellos otros mundos desconocidos donde tal vez siga desplegando su sabiduría y su buen hacer, se sentirá orgulloso de esos hombres que en esta tierra le siguen rindiendo honores como merece ese gran profesor que les ayudó, entre paredes impregnadas de emociones, no solo a ser mejores alumnos, sino también a ser mejores personas.
Siempre que acaba el partido, en algún momento de la conversación volvemos a hablar del Hermano Cirilo y lo hacemos con tal cariño que seguro que desde allá donde nos este viendo, desde aquellos otros mundos desconocidos donde tal vez siga desplegando su sabiduría y su buen hacer, se sentirá orgulloso de esos hombres que en esta tierra le siguen rindiendo honores como merece ese gran profesor que les ayudó, entre paredes impregnadas de emociones, no solo a ser mejores alumnos, sino también a ser mejores personas.
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